Estaba sólo. Las luces apagadas y la casa prácticamente vacía, hasta que la vecina llegó (y acompañada). Para entonces yo ya había buscado conversación con Jennifer, una chica que es tan fuerte como Sansón y tan bonita como… ¡Muy bonita!
Cuando la vecina apagó su computadora sólo pude pensar una cosa:
Ya valió madres
No la espío ni nada. Es que nos separa apenas una delgada pared que no se apiada ni de los oidos menos agudos, y deja pasar hasta el gemido más tenue.
Conversaba con Jenny sobre nuestras aventuras como maestros y no-maestros Pokémon. Ella había comido Spaghetti con queso molido, jamón y tenedor… Una cosa llevó a la otra; no tuve más remedio que contarle la historia de los tenedores.
Al comenzar a contar la historia recordé vagamente mis vidas pasadas en casas pasadas, cuando comía jitomates a mordidas y cafés amargos como la vida misma. O cuando cierto payaso con globos inflados con helio me asustaba todavía más que el maldito muñeco poseído.
El recuerdo que no pasó vagamente fue el del delicioso dulce comida de los dioses, el que venía en dos sabores en un empaque muy curioso y apachurrable. Su nombre era un tanto tabú, porque aunque papá y la vida me habían enseñado que Milky Way es el nombre en inglés de La Vía Láctea, era fácil ser molestado por decir “güey” a tan temprana edad.
Extraño tanto al Milky Way Chupi-Pack que le haré un tributo, de alguna manera.